“Te quiero mucho, pero no puedo maaaaás”, me has dicho arrancando de nuevo a llorar al decir ese largo “maaaaás”. ¿Y qué te he dicho yo? Te he mirado fijamente, te he tocado una lágrima torpemente, apuntando con mi dedito poco hábil y te he dicho “Lo sé, mamá… pero tranquila; al final todo acaba bien”.
El problema es que no sé qué has entendido de lo que he dicho, porque te has echado a reír para acabar llorando de nuevo, abrazándome y pidiéndome perdón. No mamá, soy yo el que te pide perdón, pero es que no sé hacerlo de otra manera…
Que viene papá y le cedes el protagonismo porque llevas todo el día conmigo, pero qué quieres que te diga: es majo, me cuida bien y es amable, pero yo prefiero contigo. Ahora ya no lo hago tanto, pero recuerdo cuánto sufrías cuando papá me sostenía en brazos para que te pudieras al menos duchar y yo empezaba a quejarme a los 5 minutos.
—Cariño, llora —decía papá.—Lo sé. Lo oigo. Estoy desnuda, con un pie en la ducha… ¡¿No puedes hacer algo?!—¡Quiero con mamá! ¡Llévame con ella! —gritaba yo.—Lo sé, cariño, pero mamá necesita un momento para ella. Como mínimo ducharse —me decía él.—¡Necesito un momento en el que lo único que oiga sea el agua! —nos decías con la esperanza de que pusiéramos remedio.—¡Quiero con mamá! ¡Llévame con ella!
Y cuando por fin podías ducharte te mirabas al espejo, como aún haces a veces, para darte cuenta de que la felicidad de ser madre está ahí, latente, que existe pero que en el día a día parece que no se ve. Que te preguntan qué es lo mejor que te ha pasado en la vida y respondes “Mi hijo”, pero te observas y ves que tu rostro parece decir todo lo contrario, y tu pelo, y tus ojeras… y esos años que pareces haber envejecido en apenas unos meses.
¿Nadie te dijo que era así? ¿Nadie te explicó que tu vida iba a cambiar de la noche a la mañana y que la ibas a destinar a cuidar de mí, un ser diminuto incapaz de entender que no puedes más? Y aparecen esos momentos en los que empieza a doler el pecho, desde dentro. Y parece que falta el aire. Y piensas que es ansiedad, pero quizás no sea el pecho y es la cabeza, o simplemente es sueño, que estás agotada y se queja todo el cuerpo.
Un cuerpo que te pide que respires más rápido, que suspires profundamente una y otra vez, como si así se solucionara todo, como si así desapareciera el temor de saber que en el momento de dejarme en la cuna, o en otros brazos, te buscaré al instante; que cuando acabe de mamar de un pecho te pediré el otro, que cuando te llamen por teléfono tendrás que pedir disculpas incapaz de oír qué te dicen; que irás al lavabo y me quedaré al otro lado de la puerta, llorando, pensando que has decidido separarnos para siempre por esa dichosa puerta. Esa que acabarás abriendo para dejarme entrar, para cogerme de nuevo en tus brazos, darme la teta y cerrar los ojos consciente de que, una vez más, tienes que cagar con tu bebé en brazos. ¡Yupi! (menos mal que al final te lo tomas a risa cuando me dices eso de “Ven, anda, que eres un casito”).
—¿Tan mal nos lo hemos montado? —le preguntabas a una amiga por teléfono, sentada en el suelo mientras yo jugaba con mis cosas, hace unas semanas—. ¿Qué mierda de sociedad es esta que tengo un bebé y mi pareja está trabajando? ¿No dicen que hace falta una tribu? ¡Y me están llamando que cuándo vuelvo a la empresa, que les falta gente! ¿Pues qué hago? ¡Si estoy sola! ¡SO-LA! Que nadie me ayuda, que todo lo tengo que hacer yo. Que llega a casa y me dice que está cansado. ¿Cansado? ¡¿A cuántos niños has cuidado hoy?! A ninguno, ¿verdad? ¡Pues venga, que te queda mucho para igualar lo cansada que estoy yo!
Lágrimas, mamá. Ganas de encontrar de nuevo un trocito de tu vida, mientras navegas entre extrañas sensaciones de amor y hastío, las de darte cuenta de que quieres con locura a una personita que te está haciendo la vida imposible, sin esa intención.
Quiero decirte que, aunque ahora mismo no te lo parezca, todo pasa. Llegará un día en el que ya no te pida tanto pecho, ni en todas partes; llegará un día en el que comeré un poco más; llegará un día en el que me dormiré sin la tetita, y sin despertar ochocientas veintisiete veces cada noche, con el único consuelo de tu presencia, tus brazos y tu pecho; llegará un día en el que jugaré tranquilamente en mi habitación, solo, sin salir corriendo en tu búsqueda cada vez que te alejes; llegará un día en el que papá será tan buena opción para pasar horas y horas juntos como tú; y llegará el día en el que no necesitaré tantos brazos ni tanto de ti.
Y ese día te darás cuenta de que toda esa evolución se habrá producido porque me habré llenado de ti, y de papá, pero sobre todo de ti. De tu tiempo, de tu cariño, de tu presencia, de tu olor, de tu sabor, de tus brazos, de tus besos, de tus risas, de tu energía, de tu vida. Porque me habrás dado vida dos veces: al traerme al mundo y al enseñarme a vivir en él.
Entiendo que pienses que es muy duro. Entiendo que sientas que no te contaron toda la verdad. Hasta entiendo que dudes y sientas que esto solo te pasa a ti, porque casi nadie habla de ello, dejándote esa horrible sensación de que todo esto no le pasa a nadie más. Incluso entiendo que en más de una ocasión hayas pensado que yo no estaba bien, que algo fallaba en mí, que no era posible tanta dependencia, porque además es lo que la gente sí te ha dicho: no se han acercado a darte un abrazo, a animarte porque lo estás haciendo bien ni a ofrecerse; se han acercado a decirte lo que tienes que hacer, sin conocerme, sin conocerte, haciéndote creer que no eres capaz, que eres diferente, que no estabas hecha para ser madre, más floja, con menos energía y menos aguante, que no eres buena madre.
Pero no es cierto. Y aunque ahora lloras porque no ves la salida, algún día mirarás atrás y te darás cuenta de que hiciste lo que debías hacer, como podías, y que todo aquello tuvo su fruto. Y verás que no fuiste la única, que todas las mujeres, en mayor o menor medida, lo sufren, porque vivimos en una sociedad que os exige demasiado.
No solo tienes que ser madre, y la mejor madre, también tienes que ser mujer, y una mujer bella, que parezca que no ha sido madre; una mujer que tenga tiempo de salir a la calle a seguir siendo ella misma; una mujer que cuide la relación de pareja, como si solo fuera cosa suya; una mujer que tenga independencia económica y vuelva al trabajo en cuanto sea posible. Y todo ello en días que solo tienen 24 horas.
Habla con papá. Dile al resto de madres, que están como tú, que hablen con los papás, con la otra mamá… que vean lo duro que está siendo, lo difícil de tener hijos en una sociedad en la que las mujeres que son madre tienen las mismas obligaciones y responsabilidades, justo cuando sus bebés las reclaman a tiempo completo. Es imposible llegar a todo. Y aún más si ellos/as, las parejas, no acaban de darse cuenta de todo ello. Y no te preocupes por llorar, gritar o desahogarte como veas mejor. Te entiendo perfectamente. Ojalá los demás lo hicieran también, comprender lo que estás viviendo y darte mucho más apoyo y muchas menos lecciones. Más cariño y menos consejos. Más abrazos y menos opiniones.
Mientras tanto, sigue disfrutando de mis ojos, que te miran enamorados cuando me das de comer (a veces se me van un poco a la virulé por… ya sabes, el placer de estar contigo), y de mis risas desdentadas, y mis besos de babas… sé que no es mucho, pero sé que son la gasolina que te ayuda a quererme un poco más cada día.
Lo estás haciendo genial, de verdad. Y repito: no va a ser siempre así porque gracias a toda la dedicación, gracias al tiempo, a la energía gastada y a la paciencia, llegará el día en el que aprenda a ser menos dependiente y al final, verás que todo acaba bien.